Bob Dylan siempre ha sido el padre de la vanguardia en el público maltratado. Empezó frustrando sus expectativas y acabó requisándole los móviles, como el profesor gruñón a losadolescentes gamberros. Los que son celebrados por el público dicen tanto de su genialidad como de la perseverancia masoquista de los dylanianos, entre los que me nombran: un genio puede ser una o dos veces; si me engaña una tercera, es mi culpa. Y si no me pedía abrir mi celular para escuchar que el concierto me abría paso, lo siento, Bob, pero preferí sentarme en casa y ponerme Sangre en las vías.
Aunque la crueldad de Dylan llame la atención, es una moda pasajera de apasionados por el trabajo de la política en el campo. No prohíben el movimiento, pero hay muchas condiciones obsesivo-compulsivas que las imponen. Las negociaciones para cualquier debate televisado son pequeñas en el protocolo de Versalles. Los candidatos controlan los tiempos, los planos, la decoración, la luz y, por defecto, las preguntas. A los periodicistas encargados de moderarles les roban algo más más importante que los móviles: los seguramente en azafatos muy bien pagados.
A mí no me importa tanto cuántos debates haya ni a manos se celebren. Me preocupa que aplique los criterios profesionales del periodismo, que sus directores y presentadores marquen la pauta y describan las guías, y que los candidatos se acerquen a lo que se salen con la suya con discusiones sin pretensiones y videos de TikTok: la interlocución informada con quiénes están perturbados para entrevistar Quisiera que saliesen a ganarse el respeto, los votos y los aplausos sin palmeros ni cláusulas. Está claro que, si Bob Dylan, que te sujeta a su público antes del primer acorde, es incapaz de entrar en contacto con espontaneidad, como para seguir a un temible candidato del CIS que tiene libertad de prensa.
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