Se llamaba Patricia Highsmith. Es la escritora que más amo. He sido feliz con las pesadillas que ella narraba. Y a ellas retorno con pasión cuando todo parece triste, solitario y final. La imagen de madurez de esa escritora genial es la de una persona devastada, todo arrugas y hoyos profundos en su rostro, alguien con pinta de estar atormentado e infeliz. Pero este corazón solitario, esta borracha pertinente, también fue una constante seductora de mujeres, especialista en huidas sentimentales. Y escribir como una diosa. No tenía ambiciones artísticas en su prosa, pero se inventaba tramas, atmósferas, angustias con una imaginación, un suspense, un tormento fuera de lo común. Imagino que actualmente esa ilustre señora no necesitaría del empoderamiento y otras reivindicaciones de moda para imponer su inmenso talento, su narrativa perversa e hipnótica, el miedo, la tensión, la angustia, la fascinación que provoca en el lector.
La novela suya que más me enamora y me perturba es El temblor de la falsificación. Pero todas, o casi todas, son apasionantes. Y se inventó en varias de ellas a Tom Ripley, fulano absolutamente inquietante, amoral, buscavidas, capaz de matar sin el menor remordimiento cuando se siente acorralado, maestro del disfraz emocional y de la estafa, alguien tan turbio como temible. Lo encarnaron en el cine actores tan dispares como Delon (que sí, que era bellísimo pero excepto en las películas de Melville no le aguantaba), un acelerado y drogota Dennis Hopper, el siempre convincente Matt Damon y el sinuoso y sofisticado John Malkovich.
Y retorna Ripley en una osada apuesta de Netflix, ese certificado de mediocridad y clonismo al gusto popular, pero que también se permite el lujo de financiar productos con calidad. Y flipas con las pretensiones y el resultado estético de esta serie. Está rodada en tiempos donde solo se valora el color con un exquisito blanco y negro, capaz de recordarte el más insigne álbum de fotografías. Filmando Roma, Nápoles, Palermo y Venecia con una hermosura acongojante. Y luego, dale que te pego con infinitas escaleras para mostrarte el abismo mental del protagonista. Y dale que te pego con Caravaggio, asesino, genio, maestro de la luz, para que entiendas la complejidad mental de Ripley.
Observo esta serie con admiración estética. Pero tengo un problema. No soporto a Ripley ni a la mayoría de sus acompañantes. La factura es impresionante. Y hay cosas increíblemente torpes en cómo resuelve Ripley sus crímenes. Me alegro mucho de que se haya realizado esta serie y de sus venturosas características. Pero no la volvería a ver, no estaría en mi filmoteca.
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