Por mucho que inventen, pocas cosas interesan más y provocan más placer en el espectador que asistir a una buena conversación. Las pruebas son infinitas y se remontan a los diálogos platónicos. Nos encanta la gente que habla un pijo de bien, como le decía el personaje de Gabino Diego al tabernero Tirso en Amanece, que no es poco. Como espectadores y oyentes, todos somos ese Gabino Diego. Cuando nos gusta una conversación, comentamos admirados: habla un pijo de bien. La mejor literatura y el mejor cine también están hechos de conversaciones.
La última manifestación de esta pasión eterna son los podcasts conversacionales (sic). El mundo del podcast ha coqueteado con muchos géneros: documentales, ficciones, ensayos sonoros, monólogos, conferencias… Pero al final se ha impuesto la conversación. Siempre volvemos a lo mismo, al filandón, como dicen en los pueblos leoneses, o al capazo, como llaman en mi tierra a un palique eterno. Si los platicantes son divertidos, amenos, inteligentes y ágiles, nos da igual de lo que hablen.
Por eso siempre me ha sorprendido la desconfianza de los supertacañones de las teles (y también de las radios) hacia la conversación pura. En principio, les parece bien meter en la parrilla programas de cháchara —de hecho, la tertulia es el formato hegemónico en España de todas las cadenas para abordar cualquier tema, desde el corazón a la política, pasando por los deportes y la cultura—, siempre que se boicotee y abrevie. Conversación, sí, pero con interrupciones, músicas, recursos y distracciones varias. Sostienen que el espectador es incapaz de mantener su atención más allá de unos minutos cortísimos y hay que vapulearle con estímulos de luz y tachán-tachán para que no se duerma o se ponga a mirar el móvil.
De fondo, una nostalgia banal suspira por los programas de conversaciones de antaño, y lo mismo cita al Balbín de La clave, que evoca el “milenarismo va a llegar” de Arrabal, sin olvidar los silencios de Quintero, convertidos todos en memes. A la conversación le pasa lo que a la novela o a los tomates: antaño eran mejores, más profundas, más sabrosas. Hoy —se quejan los de siempre— no saben a nada. No les crean: ni aquellas conversaciones eran tan perfectas, ni las de ahora son tan estúpidas. Lo único cierto es que la pulsión parlanchina no decae. La vida es una sobremesa eterna, y nunca nos cansaremos de ella.
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