Hace una década, las correrías de un desconocido Francisco Nicolás Gómez Iglesias saltaron a la prensa. De sopetón, al ser detenido, Fran (como se le conoce en su círculo más próximo) se convirtió en El Pequeño Nicolás, y su vida en material digno de una película. El joven, de apenas 20 años, había sabido moverse entre la juventud pija madrileña y entre las bases del PP de la capital para construir una fábula que le permitió acceder a círculos de influencia y de alto poder adquisitivo. Pero la ficción que había alimentado hasta límites inasumibles —que le llevó a presentarse como asesor del Gobierno, agente del CNI y enlace de la Casa Real— le estalló al hacerse pasar por emisario de Felipe VI y fijar un almuerzo con el presidente de Alsa, Jorge Cosmen, en un restaurante del puerto deportivo de Ribadeo (Lugo), al que llegó con una comitiva de escoltas de la propia Policía Local tras engañar al Ayuntamiento. Ahora, cuando vive pendiente de si se confirman las condenas de más de 12 años de cárcel que ya suma, lo que le obligaría a ingresar en prisión, Netflix estrena una docuserie sobre su figura.
Nada más arrancar (P)ícaro, el periodista Mateo Balín pone sobre la mesa la gran pregunta que da sentido a este documental. Y a la que nadie, aún, es capaz de contestar con una respuesta lo suficientemente convincente, que despeje todas las dudas que se ciernen sobre este personaje. ¿Cómo es posible que Francisco Nicolás llegase en cinco años a donde llegó, de los 15 a los 20 años?. ¿Cómo es posible que falsificase su DNI en una comisaría sin que se diese cuenta la agente de policía que lo atendió? ¿Cómo es posible que un adolescente aniñado se citase con empresarios en restaurantes? ¿Cómo es posible que asistiese a la coronación del rey Felipe VI? ¿Cómo es posible que tuviese los números de móvil de personas de enorme relevancia (incluido Juan Carlos I)? ¿Cómo es posible que engañase a tanta gente? ¿Cómo es posible que lo hiciese sin ayuda?
Porque, realmente, esas sombras que sobrevuelan son las que, todavía a día de hoy, sostienen y nutren la leyenda en torno al Pequeño Nicolás. Lo admitía la propia justicia recientemente: “En 2014, por circunstancias todavía no esclarecidas, Gómez Iglesias mantenía relaciones con importantes empresarios, políticos y autoridades”, escribió la magistrada Caridad Hernández en noviembre de 2022, en la sentencia que lo condenó por tercera vez a cárcel. Unas zonas de penumbra que siempre quedan en todo proceso judicial, y que alimentan las teorías de la conspiración (como ha pasado en otros casos mediáticos).
Por ello, al no poder ir más allá de ofrecer versiones contradictorias, la serie de Netflix acierta al no descender a cada detalle. Acierta al no perderse en las insinuaciones a las que trata de empujarlos el protagonista —“En Génova no se movían los hilos. Yo los hilos los movía en el palco del [Real] Madrid”, “Había que hacer una operación encubierta. Y me dijeron: ‘Líala como tú sabes”, o “En mi vida, yo he sido: o un sugar daddy o un sugar baby”, va soltando a lo largo de los capítulos, como quien no quiere la cosa—. Pero el documental acierta, sobre todo, al usar el periodismo como arma para desmontar buena parte de su relato. Y esa deconstrucción de su versión lo retrata.
Quien haya seguido la historia de Gómez Iglesias durante estos últimos años, no va a encontrar en (P)ícaro grandes revelaciones. Tampoco escucharlo a él supone ninguna novedad irresistible. Ha dado numerosísimas entrevistas desde que irrumpió en la escena pública y ha participado, incluso, en un reality show como Gran Hermano (que él utiliza, de nuevo en la serie, para alentar la tesis del complot: apunta a que lo expulsaron el primero del programa para que no dijera todo lo que sabía, como si no tuviese oportunidad de hacerlo en otros medios).
El documental se centra primero en presentar a Gómez Iglesias como un adolescente que quería acercarse al poder desde muy chaval. En este aspecto, las grabaciones caseras inéditas de su infancia, que se van intercalando a lo largo de los capítulos, juegan a favor de la serie (una resulta especialmente llamativa: un niño muy pequeño, en pijama, emocionado porque le han regalado una corbata). La versión del Pequeño Nicolás, apoyada por los testimonios de su madre y una anónima amiga “experta en mercados financieros”, adquiere entonces un excesivo protagonismo, imbuida en una aparente credibilidad. Pero el espejismo se revela al contrastar sus palabras con los hechos demostrables, de lo que se encarga principalmente la periodista Irene Dorta, una de las investigadoras de (P)ícaro.
La serie comienza así, en ese momento, a perfilar el verdadero retrato del aún veinteañero. Lo presenta como un chico listo, ambicioso, con facilidad para hacer contactos y que se introdujo en el PP y la fundación FAES. “Las discotecas light no eran lo mío. Lo mío era el poder”, dice él: “Yo me veía como el ministro más joven de la democracia”. Le dibuja como un embaucador que dice a su interlocutor lo que quiere escuchar; que mezcla verdades con mentiras y medias verdades; y que hace creer que sabe más de lo que realmente sabe. “La gente cree que hay grabaciones que no existen, y eso te da un poder…”, afirma el protagonista. En 2014, cuando estalló el escándalo tras su arresto y su figura salió a la luz, Daniel Verdú ya escribía sobre él en estos términos: “Nadie sabía realmente de dónde había salido ni de quién era amigo. Pero la mayoría, por si acaso era verdad algo de lo que contaba, le seguían la corriente”. Varios investigadores lo han señalado igualmente como una especie de timador de “cuento largo” (término usado en la jerga policial).
A lo largo de los tres capítulos también quedan en evidencia sus mentiras, trucos y exageraciones. Como cuando Gómez Iglesias compara el despliegue de su detención con una operación antiyihadista y afirma que participaron en ella “12 policías, agentes del CNI, toda la unidad de Asuntos Internos [de la Policía Nacional]…”. A lo que Irene Dorta, irónica, apostilla de inmediato: “En el sumario consta que la detención la hacen solo dos agentes de policía…”. Netflix presume, precisamente, de ese ejercicio de contraste periodístico: “El equipo de investigación ha leído en detalle más de 35.000 folios correspondientes a seis procedimientos distintos, todos ya enjuiciados. Dos periodistas se dedicaron en exclusiva, durante meses, a fact-checking”, explica el dosier facilitado a la prensa por la plataforma.
El caballo de Troya
El ejercicio más interesante del documental se produce cuando, al final, se deja de lado la figura del Pequeño Nicolás y se le usa como caballo de Troya para abordar a otras personas que se cruzaron en su camino (Catalina Hoffman, la empresaria con la que entró en la coronación de Felipe VI, sale trastabillada y su palabra queda en entredicho). Sobre todo, despierta especial interés el viaje a las podridas entrañas que contaminaron a la Policía Nacional hace una década, con el comisario José Manuel Villarejo a la cabeza. El agente, ya jubilado y condenado recientemente a 19 años de cárcel por sus turbios negocios de espionaje, es otro de esos maestros de la manipulación.
Es una pena que la guerra de comisarios y la corrupción que vivió el Cuerpo aparezca solo de soslayo. Porque, con estas, vuelve la sensación de que las sombras lo embarran todo. Es esa opacidad la que beneficia a Gómez Iglesias, que aprovecha para jugar su carta más socorrida: la insinuación. “¿El problema soy yo? ¿O el problema es que me dejaron ser yo?” o “¿Y quién te ha dicho a ti que todavía no colaboro con nadie?”. Así que, al acabar, el regusto que queda es que algo más se oculta a propósito: ¿Quién más miente? O, mejor dicho, ¿quién miente más?
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