Mié. Oct 16th, 2024

El reciente terremoto de Japón del pasado 1 de enero no tomó por sorpresa a la población nipona ni a la comunidad científica. Prácticamente todo el país es susceptible de sufrir seísmos de magnitud considerable. Esto se debe a que Japón, o al menos sus islas principales, se encuentran en la confluencia de cuatro placas tectónicas: Pacífico, Norteamericana, Filipina y Euroasiática. Los movimientos de las placas entre sí, aunque sean de pocos centímetros al año, van acumulando tensión durante décadas para liberarla finalmente en forma de una sacudida violenta y rápida.

Es imposible olvidar el devastador terremoto ocurrido al este de la región de Tohoku, en 2011, con una magnitud colosal de 9,1 y que desencadenó un potente tsunami. Realmente el seísmo en sí no causó tantos daños: fue el tsunami posterior el que produjo la destrucción y los miles de fallecidos.

Este reciente terremoto, el mayor de Japón desde 2011, ocurrió en la costa occidental del país, en la zona de Ishikawa. Y a pesar de su gran magnitud de 7,5 y de haberse producido en la costa y a una profundidad de apenas 10 kilómetros, solo ha dejado 100 víctimas mortales hasta ahora. Esto contrasta con los de Turquía y Siria de principios del año pasado y que, con similar magnitud, dejaron decenas de miles de muertes.

La clave de la resiliencia de Japón ante estos eventos radica en su preparación. El país ha implementado estrictas normas de construcción sismorresistentes, diseñando edificios flexibles capaces de amortiguar las ondas sísmicas al adaptarse al movimiento del terreno. Aunque pueda parecer que se necesita una gran inversión, un país fuertemente sísmico como Chile tiene también construcciones sismorresistentes, aunque de índole más sencilla. En el caso de Japón, también ayuda que una gran cantidad de edificios del país han tenido que ser reconstruidos los últimos 100 años, ya sea por la Segunda Guerra Mundial o por otros grandes terremotos.

Además, la población japonesa está bien preparada y sabe cómo actuar en caso de terremoto. Incluso tienen sistemas de alerta temprana: a los pocos segundos de producirse el seísmo los ciudadanos reciben alarmas a través del teléfono móvil para que actúen en consecuencia antes de que lleguen las ondas superficiales, que son las más destructivas, pero que a cierta distancia del epicentro pueden dar margen de tiempo para actuar.

Los terremotos no se pueden pronosticar como hacemos con la meteorología o las erupciones volcánicas. Curiosamente, el del 1 de enero tiene la particularidad de que fue precedido por tres años de actividad sísmica en la zona. A pesar de esos datos, era imposible conocer cuándo ocurriría y qué tamaño tendría o incluso si se podía producir un terremoto de tal magnitud. Pero lo que sí sabemos a ciencia cierta es dónde ocurren la mayoría de los grandes seísmos del mundo. Y, por tanto, tenemos la capacidad de estar preparados ante tal catástrofe, porque recordemos que las mal llamadas catástrofes naturales son, en realidad, fenómenos inherentes a la naturaleza que, al no contar el ser humano con una preparación adecuada, desencadenan una destrucción de proporciones catastróficas.

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