Hay gestos que acarrean la fuerza del mito, que reverberan con la familiaridad de una tragedia mil veces representada y adquieren una dimensión arquetípica. El anuncio de Yulia Navalnaya, la viuda de Alexéi Navalni, en un vídeo difundido en la red cuestionando a Vladímir Putin y explicando que continuaría la lucha de su esposo pertenece a esa categoría. En sus palabras resonaba la célebre Oración Fúnebre de Pericles, discurso para nombrar a los caídos en la Guerra del Peloponeso, que confronta dos tipos de Estado, la Atenas abierta y democrática de Pericles, y Esparta, ciudad-Estado militarista y depredadora.
Ante las cámaras, Yulia Navalnaya, de presencia poderosa, pálida y rotunda, trémula y desafiante, pronunció una elegía que daba sentido a la pérdida y trazó la trayectoria moral de un hombre inquebrantable. Exhortó a los rusos a luchar por la libertad, a no quedarse de brazos cruzados ―“no es malo hacer poco, lo malo es no hacer nada”―, a no dejarse amedrentar ―“no tengo miedo. No tengáis miedo”―, a encarar la satrapía de Vladímir Putin.
La contestación de Navalnaya, poseedora del coraje de una Antígona, mostró un heroísmo que trasciende épocas. Como el personaje en el drama de Sófocles, ha iniciado una dialéctica de opuestos que enfrenta el mundo de la intimidad y lo público, la transparencia y la opacidad ―la familia de Navalni, discernible y accesible, la de Putin, con hijos secretos y una vida personal rodeada de misterio―. Una dialéctica que diferencia la valentía de una viuda y el temor del todopoderoso presidente ruso. Y cómo no, que señala una inapelable oposición entre el hombre y la mujer, la polaridad de los sexos, como escribió el filósofo George Steiner en Antígonas, un contraste implacable entre “la noble locura del sacrificio de uno mismo” y “la viciosa locura de la cólera arbitraria y el propio endiosamiento”.
Otra Antígona ante el zar es Liudmila, la madre de Navalni, quien desde las puertas del penitenciario Lobo Polar en el círculo polar ártico, extensión del gélido infierno soviético donde acabaron con la vida de su hijo, reclama al Estado su cuerpo para recibir digna sepultura.
Parecía que la muerte de Navalni había enterrado la esperanza de un futuro mejor, un sueño especialmente anhelado por los jóvenes rusos. Si Yulia Navalnaya, como ha prometido, da el paso de tomar el testigo de su difunto esposo, ofrecerá una oportunidad para aglutinar y liderar a la oposición; es más, incluso podría emerger como símbolo carismático en la lucha por las libertades, al modo de lo que representó Nelson Mandela en Sudáfrica. Entre sus activos contará con el legado de Alexéi Navalni, elevado por Putin a la condición de mártir.
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